Jean J. Rousseau dijo alguna vez:
«El hombre es bueno por naturaleza, pero actúa mal, forzado por la
sociedad que le corrompe».
Para nadie es un secreto que Guatemala es el primer país
de Latinoamérica con mayores índices de desnutrición, flagelo que afecta principalmente
a niños menores de 5 años. Aunado a esto, son muchos los casos donde los niños
quedan abandonados debido a la desintegración familiar o regularmente porque
sus papás son asesinados por pandilleros extorsionistas, quedando únicamente
bajo la tutela de sus mamás. 
Las madres solteras se ven obligadas a trabajar,
dejando a su suerte a los niños. En la mayoría de los casos, sobre todo, en la ciudad
capital, estos adolescentes terminan involucrándose en drogas y pandillas.
Siendo absorbidos por una sociedad perversa. Esto, con una gran probabilidad
que los adolescentes terminen en centros de jóvenes en conflicto con la ley,
casas hogares, hospitales, y en el peor de los casos en el cementerio. 
Y, si a esto le sumamos un Estado incapaz de
solucionar y apoyar de la mejor manera a estos jóvenes, el resultado es, un
caso como la tragedia ocurrida el recién pasado 8 de marzo, en el Hogar Seguro
Virgen de la Asunción,  en San José Pinula, donde 40 niñas murieron quemadas. O bien, el caso del
centro Etapa Dos, situado en el mismo municipio, donde el 3 de marzo del 2009, un grupo de
24 estudiantes (supuestos menores de edad) le cortaron la cabeza al profesor Jorge Emilio Winter Vidaurre. Los adolescentes mostraban la cabeza del profesor
ante los medios de comunicación, exigiendo mejor alimentación y la visita a diario de sus
familiares.
Estos supuestos menores (ya sentenciados por este
hecho) eran en su mayoría adolescentes que terminaron involucrados en pandillas, debido a un sistema que durante años en Guatemala nadie ha podido detener,
queda claro que el Estado no puede asumir el rol de padre, porque si lo hace,
ha quedado demostrado que es un fiasco. 
No se trata de buscar culpables, se necesita el cambio en uno mismo ¿Qué
puedo hacer por mi país? ¿Cómo educo a mis hijos? y luego exigirle a los demás
que aporten lo que en ley les corresponde. 
Guatemala, 17 de marzo de 2017
Abimael Menéndez
 
A continuación, uno de muchos casos que a diario sucede en Guatemala
  El niño tras la ventana
 Ese día,
como ya era costumbre, desde muy temprano estaba
paradito  tras  la ventana. Así  su mirada 
triste observaba  una
pequeña parte del bulevar.
El niño no conocía qué había al otro
lado de la pared de aquella  habitación instalada en un segundo nivel con vista a los álamos;
mas
que una pequeña parte del bulevar y
el azul del cielo que con una mirada desconsolada
observaba mientras pasaban las
primeras horas del día.
Ese día,
como ya era costumbre, desde muy temprano estaba
paradito  tras  la ventana. Así  su mirada 
triste observaba  una
pequeña parte del bulevar.
El niño no conocía qué había al otro
lado de la pared de aquella  habitación instalada en un segundo nivel con vista a los álamos;
mas
que una pequeña parte del bulevar y
el azul del cielo que con una mirada desconsolada
observaba mientras pasaban las
primeras horas del día. 
Entretanto,   el chiquillo miraba a través de las
barras
de
hierro forjado que formaban la
barandilla del balcón de la ventana, fijaba sus redondos
ojos  en el resplandor de una luz y miraba
cómo muy lentamente la
bola gigante que parecía arder en llamas  cambiaba  de  lugar;    rápidamente
 volteaba 
su  mirada hacia 
el  reloj    y  comparaba  el  movimiento  de
 aquella  luz
redonda con el avance de los minutos marcados por
agujas de color azul marino.
De
esa manera el niño observaba  cómo
 las agujas del   reloj  
seguían   girando 
 alrededor de los números
romanos de color
dorado, plasmados en
aquel plato que se
encontraba  
 instalado  al lado  de
 la  ventana  de ochenta 
por noventa, del apartamento número veintidós de aquel edificio situado en el sector “G”.
Aunque él no sabía de números romanos —mucho menos de
horas y minutos—, perfectamente comprendía que conforme avanzaban
las agujas del reloj, la pelota gigante de
 color  rojo puesta  a  distancia  en  el 
cielo,  también  avanzaba  de
 lugar. Así el niño entendía que faltaba poco para
que
su mamita regresara a   casa, y aunque lloraba por momentos, ya se había
acostumbrado a la compañía del
silencio.
Con tan sólo tres años de edad trataba de entender su soledad
—el porqué de mamá al dejarlo solo tanto tiempo—. Paradito
sobre la silla de madera viendo los
álamos,  también
observaba grupos de gente caminar
en el
bulevar —sonreían—. Las horas transcurrían —el día se desvanecía—, la luz de la pelota roja poco a poco desaparecía
entre el horizonte.
Durante la tarde de ese
mismo día, a unos veinte kilómetros de distancia 
 de   aquel 
 diminuto 
 apartamento   de   la   colonia
Nimajuyú, se encontraba la mamá
de
Juanito trabajando textiles
en una maquila de origen coreano. Con una  evidente debilidad
en  su cuerpo
 falto de nutrientes,
Rosalinda sucumbía ante
el mundo —sentía
morirse—, nadie comprendía su fatídica situación  —un luto vitalicio—; pero la pena sobre el
futuro del niño la mantenía viva.
A
ella le frustraba recordar que su hijo estaba solo en
aquel apartamento y una depresión intensa dibujaba en su mente
aquella escena —el niño sin saberlo también luchaba para sobrevivir—;  el  hambre  atacaba  injustamente
 a  Juanito.  Sin tener un horario establecido; mas que la alarma de su intestino chillar,
el niño se servía
un
vaso de atol cada
poco tiempo.
Sin otra alternativa, le había dejado una olla
con
incaparina,
sobre aquella mesita plástica que dos años atrás le
había comprado su  esposo  —días  antes de  su asesinato—.
 Ella
 no lograba borrar las horrendas imágenes —como
puestas en carrusel daban
vueltas en su cabeza—, veía pasar
constantemente
el rostro ensangrentado de
su esposo agonizando —con
dos balas expansivas le habían destrozado la sien a Juan López—. Recordaba la portada del diario que decía:
¡Piloto es asesinado por no pagar la extorción! Desde ese día, se
había
aferrado a un luto perpetuo.El reloj de la fábrica Cheo-eume, marcaba las cinco de la tarde. Rosalinda,  mientras
cosía el pantalón numerado con tiza blanca “dos mil quinientos cuarenta” —último de la meta del día—,
caía muerta sobre la
máquina. Con la nuca torcida, sus ojos
totalmente rojos y sus brazos estirados sobre la máquina,
cualquiera podía darse cuenta que ya estaba muerta.
¡Rosalinda!
¿Qué tienes? ¡Háblame por favor! —decía Gilberto, muy asustado. Mientras, llegaba el médico que laboraba en la
fábrica. Gilberto —compañero de línea—
no
creía lo que estaba pasando.
 Se
 trataba  de  un  infarto  cerebral  —eso  que
 los
médicos llaman isquemia—. El jefe, mientras la observaba,
pensaba: ‘/Realmente hay
penas que matan/’.
La mala noticia
se expandía como pólvora  encendida entre los doscientos empleados.
Todos lamentaban
su muerte, sin
tan siquiera saber que aquel asesino neuronal dejaba en la orfandad
a un niño de tres años. Juanito, sin imaginarse que
su madre había muerto, miraba el cielo oscurecerse —la pelota roja
ya
se había ocultado—, con su mirada desconsolada observaba la niebla, mientras
transcurrían las primeras
horas
de la noche.
Leamiba Zednénem.
 
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