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viernes, 8 de septiembre de 2017

Los Caballeros de la Capucha Oxidada

Este viernes engalana el blog el estudiante de psicología Matheus Kar, un joven escritor y ensayista guatemalteco. 

Reacio a las multitudes e inquilino de bibliotecas, Matheus Kar nació en Guatemala en  1994; aunque su muerte sigue sin definirse, podría ocurrir cualquier día. Entre los varios reconocimientos cuenta con el II Certamen Nacional de Narrativa y Poesía "Canto de Golondrinas" 2015, el Premio Luis Cardoza y Aragón (2016), organizado en Antigua Guatemala, y el Premio Editorial Universitaria "Manuel José Arce" (2016). Su trabajo aparece en antologías, revistas, fanzines y blogs de todo el radio. Ha publicado Asubhã (poesía; Editorial Universitaria, 2016).

Sus escritos de protesta revelan en él un deseo de mejorar la situación que actualmente se vive en la Universidad y que a la vez repercute en la población.  Su propuesta al cambio lo hace a través de sus letras y su actuar. Sin más preámbulo a continuación sus palabras.


 Los Caballeros de la Capucha Oxidada

            Guatemala es un cúmulo de contradicciones. Y también un país tercermundista. Se le llama tercermundista a todo país que no configuró la violencia global de las guerras del siglo pasado: países presuntamente sin la capacidad bélica de otros. Sin embargo, Guatemala está entre los países más violentos que apelmazan el planeta y en donde el genocidio orada el imaginario social de forma permanente.

La desigualdad desmedida y la litigante herencia histórica no promovieron una cultura democrática. Tras la convulsión esquemática del siglo XX, han cambiado las prácticas políticas. No obstante, se perpetuán y alimentan ciertas posiciones  subjetivas mimetizadas en el corpus social y el ejercicio instituido.

Ordenar la sociedad en clases produce un poder autoritario y violento: produce las figuras de opresor-oprimido, conceptualizadas por Freire, o, de igual forma, las analizadas por Fromm: la relación sádico-masoquista. El ejercicio del poder no necesita de tantos personajes, basta con un teatro, un villano, un oprimido y un espectador. Al resto le llamamos historia. Antes, el opresor era el Estado. El oprimido, el proletariado, el sancarlista, el estudiante que escondía panfletos libertarios en las pantorrillas. Pero de eso hace mucho. La posición opresor-oprimido no desapareció, ni siquiera cambió de forma. Cambio de personajes, sí. Cambio de víctima, no.

La USAC. La pileta con meados. Las rapas. El desgarramiento de jeans, playeras y blusas. La sangre y el sudor mezclándose con el lodo. Estudiantes huyendo en círculos que se rompen. Persecuciones. Gritos. Caudillos. Amenazas volubles dentro de edificios. Bien podríamos estar hablando de la G2, de la Mano Blanca o de los escuadrones del Gral. Ríos Montt que evangelizaban a punta de escopeta hogares y aldeas. Pero no, por el momento, hablamos, por ejemplo, de los bautizos que ocurren en la USAC, a manos del KKK sancarlista, las bacanas encapuchadas: ese ritualismo violento que naturalizamos a diario, que se legitima cada vez que financiamos un boletín, una velada huelgueara, una declaratoria o un Rey Feato. Con la mayor inocencia, muchas veces financiamos delincuentes.

Y es que no faltará el patibulario nacionalista (que se resignó hace mucho a no ser gringo) que abogue y defienda el folclor económico de la Huelga y se aferre al pezón de las tradiciones. Pero estos patibularios nacionalistas aunque no entiendan que la Huelga fue creada con otros propósitos más allá de alimentar una fiesta privada y un consorcio de criminales en boga que hacen de la autonomía universitaria un defecto y no una virtud, también fomentan esta posición sádico-masoquista.

Y al final solo es eso, los defensores de una tradición como esta no harán más que cumplir el papel legitimario de la postura oprimido-masoquista frente al sádico-opresor huelguero.

La Huelga de Dolores, con todos sus dolores, condensa el imaginario violento que nos legó los Acuerdos de Paz de 1996: la extorsión, la represión, la persecución, la impunidad, la evasión fiscal, la paranoia y el anonimato criminal. La Huelga perdió su esencia, dejó de ser un movimiento para ser una tradición pervertida que pervierte, que, al final del siglo XX, se somete ante su eterno agresor: el Estado.

Se somete porque nunca llegó a entenderlo, jugó con el problema pero jamás llegó a comprenderlo. Y sus mecanismos replican lo temido. La capucha promueve la impunidad y promueve la replicación de la violencia, como si con el ejército no tuvimos suficiente.

La Huelga de Dolores no asimila las necesidades de los guatemaltecos, porque no los representa, porque los principios de la huelga traicionan la salud mental guatemalteca. La Huelga perpetúa el trauma histórico y social y aviva el miedo que llevamos en la sangre. Frankel (2012) propone que la identificación con el agresor supone un proceso en el cual la persona (entidad o personaje) se somete frente al agresor, siendo un espectador interno, pensando, quizá, que así elude un daño posible.    Mariano Gonzáles (2017) plantea que el agredido busca pensar como el agresor para adivinar qué es lo que éste requiere y así responder adecuadamente. Pero esto no ocurre en Guatemala. Menos con la Huelga. Como en todo Camino al Mundial de Futbol, nos quedamos en la hexagonal final.

La Huelga intentó por mucho, estoicamente, comprender a su dialectico agresor,  el Estado; la última opción era hacerse uno con él y creer que desde dentro podía llegar a comprenderlo. Pero una estructura que replica la violencia puede llegar a ceder ante las pulsiones violentas, y la esperada asimilación acaba despersonaliza. La Huelga, al final, replica lo sentido para naturalizar lo experimentado.

La identificación con el agresor promueve las configuraciones sociales. La Huelga vive un mesianismo dañino, no se da cuenta que con soplar la vuvuzela jamás conseguirá una “revolución”. El estado egocéntrico de percepción de la realidad en el cual se encuentra refleja un desprecio por la realidad de los demás: la nuestra.

En fin, a todo esto, la Huelga continuará su fiesta privada, desembolsando el erario público, en su flamante exhibicionismo trasnochado. A su vez, los otros, la sociedad guatemalteca, continuarán con el pasivo papel de voyeristas, en el que se han acomodado, bajo la guillotina histórica que algunos todavía sostienen allá en el cielo,

¿Pero hasta cuándo?

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