Faltando muy pocos días para la entrega de nuestra tercera edición compartimos con ustedes dos escritos que pertenecen a dos catedráticos de nuestra escuela, que además de compartir el arte de la docencia también comparten la habilidad de escribir.
PLATERO Y PLINIO
Platero no murió: se transformó. El dolor de barriga fue
solo una estrategia para abandonar el mundo narrado de la obra de Juan Ramón
Jiménez. Se propuso salir del libro empujándose con las patas traseras. Se
apoyó en el título de capítulo y asomó la cara hacia el exterior. Lo primero
que vio fue a mí. Solté, asustado, el libro. Fue un impulso primitivo al ver
salir el rostro de tan afamado personaje literario.
Como si el libro estuviera en plena labor de parto, así fue
saliendo poco a poco hasta que su cuerpo había abandonado las pastas de la obra
inmortal. No lo podía creer. Platero, en carne y hueso, frente a mí. Se
levantó, titubeante. Me miraba, también asombrado, y miraba en derredor. Era
una realidad distinta.
—¿Tú estabas leyendo el libro?
—Sí.
—Ya decía yo que sentía tu mirada penetrar las páginas de la
novela.
—¿En serio?, exclamé sobresaltado por aquella inusual
situación.
—Bueno, mucho gusto. Mi nombre es Platero. Y me extendió su
pata con casco para demostrarme amabilidad.
—Sí, sí, ya sé quién eres……
—¿Y tú no me dirás cómo te llamas?
—¡Ah, sí!.... perdón… me llamo Plinio.
—No hombre, en serio….
—De verdad, así me llamo. ¿Te explico el origen del nombre?
—No, no gracias. Me basta saber que cuento con un
interlocutor en esta nueva realidad. ¿Eres otro personaje creado por el autor?
—No, ¿Cómo vas a creer? Soy una persona de verdad, de carne
y hueso
—Y yo soy un burro real también, pero sigo siendo personaje
de alguien, de Juan Ramón, de ti o de quien está escribiendo esta historia.
—No elucubres tanto, burro; perdón, jumento.
—Burro está bien…
—Lo digo por si hay algún personaje oculto que no pueda
pronunciar tu nombre.
Platero hizo un gesto que acompañaba al esfuerzo de querer
entender lo que yo acababa de decir.
—Ahhhhh…. el mundo real, exclamó echando una ojeada a todo
lo que le rodeaba.
—¿Tienes carro?
—Sí, ¿por qué?
—¿Me lo prestarías?
—¿Para qué?
—Pues para manejaaarloooo… ¿Por qué no eres un ser humano
normal?
Plinio hizo un gesto de desagrado.
—Para salir a conocer el mundo, continuó diciendo Platero.
Me imagino que hay más cosas que ver afuera de estas paredes.
—Sí, pero… ¿sabes manejar automóvil?
—¡Claro! Soy un excelente conductor.
—¿Tienes licencia?
—Sí. -Mintió. En el mundo de donde vengo, el ayuntamiento
extiende licencias a los burros y a otros cuadrúpedos.
—Está bien. Tené, le dijo entregándole las llaves y la
tarjeta de circulación.
Arrancó el carro esforzándose para controlar el volante con
los cascos. Puso primera. Aceleró. El vehículo le atrancó, pero finalmente
logró avanzar entre el tránsito pesado de la ciudad.
Como no era muy diestro en la conducción vehicular, no se
fijó en las señales en una esquina.
Al cabo de unos segundos escuchó una sirena y una voz de
altoparlante que lo conminaba a detenerse.
Frenó su auto. La radiopatrulla se estacionó atrás del carro
del piloto infractor. El policía se acercó con ceño fruncido.
—¿Se dio cuenta de lo que hizo?
—El automovilista no respondió porque no se había dado
cuenta del error cometido.
—Quítese la máscara.
—¿Cuál máscara?
—Vamos, quítesela. ¿De qué fiesta de disfraces viene?
—No vengo de ninguna fiesta. Y no tengo puesta ninguna
máscara.
—No estoy para bromas. Quítesela. Quiero saber con quién
estoy hablando.
—Soy un burro verdadero. ¿Ha leído Platero y yo?
—El oficial no prestó atención a la pregunta, porque estaba
entretenido en llenar el formulario de la multa.
—Licencia y tarjeta de circulación…
—El asno entregó el documento.
—La licencia, insistió sin ver al piloto, Ah… y quítese la
máscara.
—No tengo licencia, soy burro.
—Sí, ya me di cuenta. Se pasó el alto y casi atropella a una
anciana. Su licencia…
—Soy burro, insistió. Jijau, jijau jijau, rebuznó para
demostrárselo.
—El policía abrió bien los ojos. Se quitó las gafas y examinó
detenidamente y con curiosidad el rostro de su interlocutor. Hágalo otra vez….
—Jijau, jijau, jijau.
-Retrocedió, sorprendido. Se dirigió a la patrulla y se
comunicó con la operadora de radio.
—Tengo un 552 en curso, dijo. 552 era el código que se refería
a casos de animales escapados del zoológico.
—Y añadió: Es un burro que habla.
—Ajá, sí vaa…
Mientras esto sucedía, Platero arrancó y escapó de la
escena. Abandonó el auto en la primera oportunidad que tuvo y siguió caminando.
La gente lo miraba, extrañada. El cuadrúpedo miraba,
admirado, las vitrinas de una concurrida calle comercial. De pronto sus ojos,
llenos de mansedumbre, se toparon con el escaparate de una librería. Repasó los
títulos de los libros. Y sintió una alegría indecible cuando miró el libro de
Juan Ramón Jiménez.
—Ese soy yo… y rebuznó sin cesar, lleno de felicidad. Jijau,
jijau, jijau, jijau, jijau….
Luego tomó una determinación casi suicida. Rompió el vidrio
dando repetidas coces. Se encaramó como pudo, abrió la pasta del libro con el
hocico y empujó su cuerpo con una fuerza burril sin precedentes en la historia.
Su cuerpo se encogió, por arte de magia, y se deslizó entre las páginas del
libro con la inercia de un personaje de obra literaria.
El dueño de la tienda, que se encontraba absorto anotando
los gastos en el libro de contabilidad, se alertó cuando escuchó el estruendo.
Se acercó y pensó que el rompimiento había sido un acto vandálico de algunos
jóvenes rebeldes que vivían en el barrio. Vio de un lado para otro y no vio a nadie
que pudiera ser el responsable. Solo escuchó una especie de eco que provenía de
la colección de libros expuestos a la vista del público. Era un leve, lejano,
casi imperceptible jijau, jijau, jijalu….
Acuarela y rapidógrafo. Autor: Verza
Platero y Plinio
Lic. Plinio Cortés
Inocencia gris con sabor a pecado
A
Olimpia López
La manzana no tuvo la culpa,
fue el delicioso elixir de tu corazón
que me hizo abrir los ojos
para saber qué es el amor.
No tuvo la culpa la serpiente
ni siquiera el hombre ni la mujer
tan solo saborear la manzana
que nos dio vida y libertad.
Nadie es culpable de sentir
nadie te puede culpar
pues no es la mujer es la manzana
que me dio vida por unas horas más.
Si pensáramos antes de pecar
el amor no existiría
y ni tú ni yo no nos hubiéramos
quemado de pasión.
Tus besos en mis labios
mis labios en tus labios,
como olvidar esa entrega
con conocimiento de causa.
La manzana dio sabiduría
la iglesia reprimió el amor
que nos hizo libres y vivos
Ayer
La más dulce manzanita
la miel del pudor hecho mujer
era dulce tentación
era dulce pecado
era mi dulce estrella
que me dio vida
aunque hoy muera.
No fue Adán ni Eva
fue el dulce e inocente
sabor de la manzana
la que nos tiene vivos
y sonrientes…
Eduardo González
junio de 2017
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